Una infancia en Aranjuez

La literatura hace la vida más llevadera: para quien la escribe y para quien la lee. En este libro te ofrezco lo más personal que tengo: mi infancia. Ya verás que las biografías de todos los niños se parecen. Leyendo sobre mi infancia, sin duda, evocarás muchos recuerdos de la tuya.

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La radio

En mi habitación había una radio que ya era vieja cuando yo era niño. Tenía una rejilla de color marfil y una aguja que surcaba los mapas del cielo. A oriente y a occidente se situaban dos botones o, por mejor decir, columnas que marcaban los límites de su peculiar universo, y al sur, unas teclas que yo apretaba por regalarme el oído con el estrépito de sus muelles y el tacto con las convulsiones de los resortes de su interior. Todo aquello se contenía en una carcasa de un negro muy sobado por manos de adultos y niños, con un cartón por detrás, espeso pero calado, que permitía espiar por entre sus agujeros la luz mortecina que desprendía aquel ingenio.

Desde la litera de arriba, mis deditos eran los amos y operadores absolutos de aquella joya incandescente. Ella era siempre la segunda en hablarnos a los hermanos cada mañana. Al ¡Arriba! materno le seguía instantáneo el chasquido del interruptor. El altavoz empezaba poco a poco a zumbar hasta que se iba destilando un hilillo de voz que si era tenue al principio luego se iba afianzando y espesando. Y ya estaba en marcha el día, con sus faenas y sus rutinas, sus tremendas alegrías y sus pequeños dramas.

La radio era también la fiel compañera del niño que, enfermo entre las sábanas, se dejaba arrullar por seriales, pepitas de oro y corazones de plata, peroratas de locutores y locutoras, y canciones que daban a su cabeza unas alas más poderosas que el lastre de cualquier fiebre. Así, podía ocurrir que se fuera quedando adormecido sobre su pila de almohadas y que no volviera a abrir los ojos hasta la llegada de la madre, que siempre traía, junto con la servilleta y el plato de sopa, un beso de sus labios que depositaba con cuidado sobre una frente tan encendida como las válvulas de aquella radio.

Aquella caja maravillosa inundó mis noches de voces extrañas. A la caída del sol, las ondas cortas, diminutas, se sienten desembarazadas y aletean con mayor soltura. Entonces era el momento de retorcer el botón que, de los dos, iba más duro y así lanzar a la aguja del dial a una breve carrera de miles de kilómetros por obra y gracia de las fuerzas que enviaba el brazo de un niño desde la cama. Podía pasarme la noche entera peleando con la ruedecita, tan atento a los zumbidos y golpeteos como a las voces, voces inconfundiblemente humanas, como la mía, como la de mis padres, como la de mis hermanos, que me envolvían cálidas o punzaban mis oídos, pero que no se entendían, que tenían como cualidad suprema el no entenderse, que debían de encerrar palabras, pero en las que era imposible reconocer palabra alguna, que se acercaban o alejaban siguiendo los vaivenes de la atmósfera, y que acaso se perdían apenas se dejaban captar, obligándome a continuar el recorrido, inmóvil entre unas sombras que solo combatía el resplandor tenue y como filtrado que arrojaba mi radio.

Pero el fenómeno más admirable, el que dejó más huella en un oído que se empezaba a formar, se producía cuando el crepitar eléctrico acababa por concretarse en palabras al mismo tiempo conocidas y extrañas, cuando un locutor empezaba a narrar en un español preciso, como purificado por un robot, las glorias de la industria pesada o cómo se había trasladado un edificio completo sobre raíles en una lejana ciudad situada en la parte de los mapas que no se estudiaba o se estudiaba mal cuando yo era niño. El descubrimiento de esta lengua, que era la mía y era otra, que era propia y extraña al mismo tiempo, hizo que quedara impresa y que se mantuviera viva en mi conciencia hasta que, siendo ya un hombre, me reencontré con ella en países a los que me desplacé para enseñar el español a quienes, sin saberlo, ya me lo habían enseñado a mí.

Pero un buen día —y así es la fragilidad de las cosas del mundo— aquel idolillo descendió de su altar. En cuanto gané suficiente estatura para descolgarlo con mis propias manos de la última balda de la estantería, le miré cara a cara y le perdí el respeto. No pasó mucho tiempo antes de que me atreviera a profanar su sagrado y contemplar sin velos ni celosías el relumbrar de ascuas con el que me habían hipnotizado sus lámparas noche tras noche. Debió de ser por aquellos mismos días, poco más o menos, cuando, casi sin enterarme, dejé de ser un niño, por más que aún me quedara mucho para ser un hombre.

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