Jueza

El femenino jueza tiene una larga historia en español como forma popular. Se empleaba tradicionalmente en el sentido de ‘mujer de‘, tal como se hace en esta novela de Emilia Pardo Bazán publicada en 1886:

(1) La tanda empezó por la señora jueza de Cebre [Emilia Pardo Bazán: Los pazos de Ulloa].

La jueza de Cebre no es sino la mujer del juez de esta localidad. Incluso en el siglo XIX podemos encontrar algún ejemplo en el que posee el significado de ‘mujer que juzga’:

(2) Cuando todos se hubieron reunido y la reina estaba como jueza en su trono, se acercó uno y dijo que había labrado en su pueblo un hermoso hospital para los pobres [Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber): Clemencia].

En (2) la función de juzgar se ejerce de manera circunstancial. El motivo de que no encontremos ejemplos de esta época en los que jueza sea una funcionaria del Estado es sencillo: no les estaba permitido.

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Esta realidad cambia definitivamente en el siglo XX. Por fin hay mujeres que acceden a la judicatura. Se plantea entonces la necesidad de nombrar algo que es nuevo. La manera inmediata y evidente de llenar el hueco que de pronto se abre es echar mano de lo que ya existe, o sea, utilizar el femenino jueza. Podemos ilustrar su uso con un ejemplo reciente que da testimonio de su vigor en nuestros días:

(3) La jueza Raquel Robles sustituirá a Elpidio José Silva [20 minutos (España), 23-4-2014].

La otra posibilidad consiste en hacer borrón y cuenta nueva. Se desecha el término existente y se sustituye por uno de nuevo cuño. La forma de hacerlo es tomar el masculino juez y forzar su reconversión en femenino: el juez – la juez. Para decirlo técnicamente, a partir de un sustantivo masculino se crea uno común en cuanto al género. Esta solución se ha adoptado también en otros casos, como el de los femeninos de los grados del ejército.

Hoy coexisten o, más bien, compiten las dos posibilidades. No se puede señalar a una de ellas como clara vencedora. Cuál de las dos se acabará imponiendo solo lo dirá el tiempo.

El término jueza es polémico, desde luego, pero conviene ser conscientes de dónde reside el foco de la disputa. Como bien sabe la sociolingüística desde hace tiempo, las discusiones lingüísticas por lo general tienen poco que ver con el idioma y mucho con la realidad: cómo es, cómo nos gustaría que fuera, cómo no queremos que llegue a ser.