A mis alumnos les digo a veces que voy a escribir una novela que se va a titular El estratego poligloto. Lo hago para ver cómo reaccionan. Normalmente se echan las manos a la cabeza. Ellos lo tienen claro: se dice El estratega políglota.
Sin embargo, si acudimos al DRAE (Diccionario de la Real Academia Española, ed. 2001), nos encontraremos con que estratego y poligloto son impecables para nuestros académicos. Es más, si voy a buscar políglota, el DRAE me remitirá a otro artículo, donde averiguaré que la forma preferida es polígloto, que poligloto es igual de aceptable y, hacia el final del artículo, me explicará que para el masculino también se utiliza políglota.
Esto, evidentemente, contradice la intuición y el uso de cualquiera de nosotros. Si entendemos corrección de forma estrecha como aquello que aprueban las Academias de la Lengua, tendríamos que llegar a la conclusión de que muchas de las expresiones que están asentadas en el uso culto de principios del siglo XXI son incorrectas o, por lo menos, que no son las preferidas.
Este concepto estrecho de corrección es el que está detrás de la actitud de quien, ante cualquier duda lingüística, se lanza a por el diccionario y despacha el problema tomando a aquel como autoridad última: lo que está allí es correcto (y lo es solamente en el sentido y en la forma que allí se recoge) y lo que no está queda relegado al purgatorio de lo incorrecto (digo purgatorio porque suele ocurrir que sea redimido al cabo de unos años).
Dejando de lado lo discutible de tal concepto de corrección, este no puede ser el único por el que nos guiemos. Tiene que estar contrapesado, como mínimo, por la noción de adecuado. No todo lo que es correcto tiene que ser adecuado y no todo lo adecuado tiene por qué ser correcto. Si alguien se empeñara en ir diciendo por ahí estratego poligloto, podría acogerse al DRAE para defender que eso es correcto; pero se le podría responder lo mismo que le soltó un funcionario portugués a un representante extranjero: «Su excelencia tiene razón, pero no la tiene toda y la poca que tiene no le sirve de nada» (Gonzalo Torrente Ballester: Filomeno, a mi pesar). Si nadie habla así, por muy correcto que nos pueda parecer, está claro que no es adecuado.
Sobre todo, no se puede utilizar el diccionario como arma arrojadiza. Un diccionario es una herramienta que está hecha por personas. Por eso puede contener errores o imprecisiones, puede quedar desfasado, puede presentar lagunas… Y si una expresión generalizada entre los hablantes no aparece en el diccionario o aparece con otro sentido o con otra forma, probablemente no son los hablantes los que están equivocados.
Por encima del diccionario y de cualquier norma lingüística está el sentido común, aunque ya se sabe que ese es el menos común de los sentidos.