Cultismos

Un cultismo es un préstamo de una lengua clásica (por lo general, el latín; aunque también puede ser el griego). La mayor parte de las palabras de origen latino que tenemos en español tienen una tradición ininterrumpida de uso desde la Antigüedad hasta nuestros días. Pero cuidado, porque cuando hablamos aquí de latín, no hemos de pensar en los discursos de Cicerón ni en la poesía de Ovidio, sino en lo que hablaban los soldados o los mercaderes que vinieron a esta península nuestra. El léxico vulgar, que a menudo se apartaba en muchos aspectos de las formas clásicas, se fue alterando además conforme el castellano se iba alejando del latín. Así es como se forman palabras como viña, reja o llamar, que en latín clásico fueron, respectivamente, vinea, regula y clamare. Esto es lo que se denomina léxico patrimonial.

Estos vocablos patrimoniales cuentan con parientes más distinguidos, que son los que se codeaban con obispos, notarios, poetas y eruditos. Su transmisión no fue de boca a oreja, con el margen que esto deja para las variaciones y alteraciones, sino que tuvo lugar preferentemente por vía escrita. Cuando se presentaban en forma oral solía ser en contextos institucionales que los rodeaban de una cierta gravedad, como el culto religioso o la lectura en voz alta de escrituras de propiedad y fórmulas legales. La forma de estas palabras se mantuvo más próxima a la de sus originales latinos. Tan solo sufrieron las mínimas adaptaciones para que resultaran pronunciables por labios que ya no tenían los hábitos del latín sino los del romance. Es lo que ocurrió con palabras como voluntad, del latín voluntatem, evangelio, que procede del griego euangelios por mediación del latín evangelium o cátedra, otro helenismo mediado por el latín. Estos parientes de posibles son, evidentemente, los cultismos.

A menudo nos encontramos en el vocabulario de nuestra lengua con dobletes populares y cultos que comparten un mismo étimo latino y que se han especializado para significados diferentes. Así, frente a reja tenemos regla; junto a llamar, clamar; y resulta que palabras en apariencia tan alejadas como cátedra y cadera son hermanas que tomaron caminos muy diferentes.

La sustitución del latín por el castellano fue más compleja de lo que normalmente nos imaginamos. No hay, ni mucho menos, un día y una hora concretos en que muere una lengua y nace la otra. La transición es gradual y cualquier límite que se quiera fijar no pasará de ser convencional. Es más, para complicar todavía un poco las cosas, siglos después de la desaparición del imperio romano, el latín y el castellano coexistían, solo que en contextos diferentes y con funciones también diferenciadas. El gramático que explicaba las partes de la oración en latín después le pedía al zapatero que le remendara las botas en romance.

Progresivamente, el castellano va ocupando el espacio que le estaba reservado al latín y en este proceso tiene un papel destacado la apropiación del vocabulario latino. Efectivamente, si empezamos a utilizar una lengua para hablar de lo que antes le correspondía a la otra, nos vamos a encontrar con que las necesidades de vocabulario aumentan. No es lo mismo hablar del tiempo y de las cosechas que escribir la historia de un reino o compilar un tratado de astronomía. Una cosa es cantar una canción de siega y otra muy diferente componer un soneto. Ante esta necesidad de ampliar los límites de lo que se podía decir con comodidad en castellano, se podía inventar nuevas palabras o echar mano de las que ya ofrecía el latín. Por eso el reinado de Alfonso X es un periodo de incorporación acelerada de cultismos como dureza o húmedo y por eso mismo Juan de Mena en el siglo XV, Garcilaso en el XVI o Góngora en el XVII nos inundarán de latinismos como terso, atónito o fatigar. Esto les valió la censura de los puristas, que ya por aquel entonces actuaban como celosos guardianes de las esencias del idioma.

Y el desarrollo científico desde el siglo XVII hasta nuestros días no se puede concebir sin la incorporación de un sinnúmero de neologismos tomados directamente de las lenguas clásicas, como óptica, o construidos sobre raíces grecolatinas, como electricidad, fotometría o televisión. Aunque aquí ya todo se complica un poco porque el español no beberá directamente de las fuentes clásicas, sino que recogerá este vocabulario de otras lenguas de cultura como el francés y el inglés.

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