Por qué cambian las lenguas: la expresividad

Las lenguas cambian. Están en constante cambio y no pueden dejar de cambiar. Esto es un hecho. Pero ¿por qué se produce esta transformación incesante?

A menudo se cita el deseo de expresividad como uno de los factores que motivan el cambio lingüístico. Los hablantes, por lo general, somos comodones. Tendemos a servirnos de fórmulas que nos resultan familiares y que nos exigen el mínimo esfuerzo. Sin embargo, de vez en cuando, se despierta en nosotros el deseo de ser creativos para darles así más fuerza a nuestras palabras. Eso nos lleva a sustituir expresiones manidas y rutinarias por otras nuevas e inventadas.

En mi variedad de español, lo normal es decir que son “las cinco menos veinte”. Esta manera de decir la hora es breve, es informativa, se entiende con facilidad dentro de mi grupo de hablantes y cubre mis necesidades lingüísticas el 99,9 % de las veces. Sin embargo, cuando queremos captar la atención y destacar, no nos conformamos con la forma habitual, sino que inventamos giros que rompen las expectativas. Así, un locutor que quiere mantener a sus oyentes pegados a la radio podrá recurrir a rodeos como estos: “Cuando faltan veinte minutos para las cinco”, “A falta de veinte minutos para las cinco de la tarde” o “Veinte minutos más y llegaremos a las cinco de la tarde”.

Cuando una expresión innovadora tiene éxito, empieza a ser repetida por más y más hablantes. De esta manera, puede ir haciéndose un hueco entre el repertorio de expresiones de una comunidad lingüística. Con el paso de los años (o de los siglos), esa forma que un día fue original irá desgastándose. Se incorporará al acervo de las expresiones estándar de esa lengua y se convertirá en candidata a ser arrinconada por otras expresiones más innovadoras. El futuro del verbo cantar en latín era cantabo. Ese tiempo verbal fue desplazado poco a poco por una expresión nueva: la perífrasis cantare habeo, que originariamente tenía un significado de obligación (‘tengo que cantar’). El uso, a lo largo de los siglos, fue erosionando esta perífrasis. Al final quedó reducida a lo que hoy es el futuro de indicativo: cantar-é, cantar-ás, cantar-á (prueba a separar las desinencias y comprobarás que lo que hay detrás es el verbo haber, al que simplemente le falta la hache). Sin embargo, hoy apenas utilizamos ese tiempo verbal para expresar futuro porque tenemos una perífrasis más reciente formada sobre una idea de movimiento: voy a cantar. Como ves, lo que hemos hecho a lo largo de miles de años es ir dando vueltas en círculo o quizás en espiral.

Lo humorístico tiene un papel destacado en estos mecanismos de creatividad expresiva. En latín clásico, ‘pierna’ se decía crus, cruris, pero los hablantes se empezaron a poner de acuerdo en que era más divertido llamar a eso ‘jamón’ (imagínate a un legionario riéndose de sus compañeros o a un abuelo entusiasmado con los jamoncitos de su nieta). El caso es que fue ganando terreno este uso de la palabra que servía para nombrar los jamones en latín, o sea, perna. Hoy en español no queda rastro del clásico crus, cruris como no sea en el tecnicismo crural (‘relativo al muslo’). Se ha impuesto la palabra pierna y nos inventamos otras metáforas cuando queremos nombrar esa parte del cuerpo con una cierta expresividad: pueden ser palillos, patas (como las de los animales) o, por supuesto, jamones. Descubrimos aquí una vez más el movimiento de noria que es tan característico del cambio lingüístico.

‘Cabeza’ en latín era caput, capitis, pero en la lengua coloquial se fue haciendo cada vez más normal sustituir ese nombre por testa, que significaba ni más ni menos que ‘tiesto’. De manera parecida, nosotros nos referimos a las cabezas como ollas, cacerolas o similares. De ese tiesto del latín coloquial salieron sustantivos tan respetables como el francés tête, el italiano testa y términos castellanos que hoy tienen poco uso, como testatestuz.

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Podríamos multiplicar los ejemplos, pero lo que hemos contado hasta aquí basta para ilustrar cómo los hablantes a veces sienten ganas de innovar, de ser originales, de llamar la atención o, simplemente, de jugar con el lenguaje. Cuando esas invenciones triunfan, la lengua se va modificando. Así ha sido desde que los seres humanos empezamos a hablar y así será hasta el día en que callemos definitivamente.