Es mucho lo que se ha escrito en los últimos días a propósito del femenino portavoza. Para quienes me lean desde fuera de España, aclararé que la polémica se ha despertado a raíz de su utilización (y posterior defensa) por parte de Irene Montero, que es, precisamente, la portavoz del grupo parlamentario de Unidos Podemos en el Congreso de los Diputados.
Me han preguntado muchas personas por esta cuestión. El caso es que he estado dudando sobre si debería intervenir en la discusión, porque yo soy lingüista y aquí estamos hablando de política pura y dura.
Esto es lo primero que me gustaría dejar claro. Esta no es una disputa sobre conceptos gramaticales, sino que nos encontramos ante una estrategia de intervención política que pretende situarse por encima de consideraciones técnicas. Se han sucedido durante los últimos días publicaciones de compañeros de profesión que han tratado de arrojar luz sobre el asunto con explicaciones sobre los nombres comunes en cuanto al género, sobre el femenino de los nombres de profesión o sobre la diferencia entre género como categoría gramatical, género como construcción sociocultural y sexo como categoría biológica. Estas reflexiones son bienintencionadas y casi siempre acertadas desde un punto de vista teórico; pero —insisto— la cosa no va de gramática sino de política y por eso mismo van a servir de poco.
La estrategia política en cuestión, como casi todo lo que hacemos hoy en España, tiene su origen en Estados Unidos y tuvo su momento álgido hace cincuenta años. Situémonos en la época de Woodstock, de la revolución sexual o, incluso, del mayo del 68 europeo. En ese momento se está reinventando la civilización occidental y muchas cosas parecen posibles.
El feminismo ha entrado en su segunda ola. En muchos países occidentales se han conseguido avances legislativos que han ido reconociendo a las mujeres su derecho al voto, a la propiedad o a cursar estudios universitarios. Llega el momento de combatir otras desigualdades y algunas mujeres se plantean que uno de los instrumentos que tienen a su alcance es el lenguaje. Esto lleva a experimentos como, por ejemplo, crear la palabra herstory a partir de history (‘historia’). Esta última se reinterpreta como si estuviera formada por his-story, o sea, ‘la historia de él, la historia escrita por los hombres y para los hombres’. Her-story, en cambio, tiene que ser una nueva forma de escribir la historia: la historia de ella, la que está escrita por las mujeres y para las mujeres. Por supuesto que esto no tiene ni pies ni cabeza desde un punto de vista etimológico o morfológico; pero es que no estamos hablando de lingüística, sino de activismo. Además, tampoco conviene perder de vista un detalle que no siempre se percibe desde una distancia de medio siglo. Aunque la lucha de estas mujeres iba completamente en serio, estas acuñaciones de palabras también tenían un componente de humor. Jugar con las palabras era una forma de poner de manifiesto las desigualdades del mundo. El humor es a menudo una forma más amable y más efectiva de expresar nuestra protesta.
Esta es la tradición en la que se sitúan inventos como el de la palabra portavoza, pero también me parece importante señalar algunas diferencias que, por lo menos a mí, me llaman la atención. Cualquiera que haya oído el alegato de esta diputada a favor de portavoza se habrá percatado de que el humor brillaba por su ausencia. La impresión que saqué fue más bien de regañina, pero esto no pasa de ser una impresión personal y es posible que esté equivocado.
Por otra parte, me parecen difícilmente equiparables las estrategias de resistencia surgidas de los movimientos de base con las iniciativas de un miembro del poder legislativo. En este último caso nos encontramos ante propuestas de planificación lingüística en toda regla. Es significativo que Irene Montero arremetiera contra la RAE. El choque de trenes era previsible, puesto de lo que se trata es de reclamar para la política la capacidad de fijación de la norma lingüística.
El español posee una larga tradición normativa, como las otras lenguas románicas. Las Academias de la Lengua de los diferentes países hispanohablantes han asumido hasta ahora la tarea de fijar el estándar de nuestra lengua. Además, los lingüistas del ámbito hispánico nunca han desdeñado el compaginar su labor científica con la de divulgación de la norma (su actitud al respecto es muy diferente de la que encontramos en otras tradiciones como la anglosajona). Ejemplos sobresalientes de lingüistas comprometidos con la norma los encontramos en el venezolano Andrés Bello, el colombiano Rufino José Cuervo o el español Fernando Lázaro Carreter.
En el fondo, nos encontramos ante un conflicto entre proyectos de planificación lingüística con planteamientos diferentes. La fijación de la norma por parte de las Academias se basa en diferentes factores, entre los que encontramos reflexiones técnicas o consideraciones sobre la tradición de nuestro idioma; pero lo que más pesa en la actualidad es el uso: lo que dicen y escriben a diario los cuatrocientos millones largos de hispanohablantes. Académicos y lingüistas son conscientes de dos hechos: a) las lenguas cambian y no pueden dejar de cambiar; y b) las lenguas son fundamental y radicalmente democráticas porque quienes las construyen no son los profesores ni los académicos, sino los hablantes. Los expertos pueden intentar encauzar y orientar, pueden elaborar propuestas razonables que contribuyan en la medida de lo posible a mantener la unidad del idioma, pero al final la voluntad conjunta de los hablantes se impone inexorablemente. Una vez que eso ha sucedido, nuestros académicos se limitan a levantar acta de lo sucedido.
En cambio, detrás de iniciativas como la de portavoza lo que tenemos es un proyecto de planificación lingüística que pone el idioma al servicio de objetivos políticos y que está dispuesto a acometer intervenciones radicales. Si es conveniente alterar la gramática, se hará. Si es necesario formar o deformar palabras, se hará. Lo importante es alcanzar las metas que nos hayamos marcado.
Vaya por delante que la igualdad entre hombres y mujeres es un objetivo con el que me siento plenamente identificado por una cuestión de principios, pero además porque estoy convencido de que al final nos beneficia a todos. Otra cosa es que a los hablantes-ciudadanos se nos puedan plantear dudas como las siguientes: ¿deseamos encomendar la norma del español a los partidos políticos, a los parlamentos nacionales, a los Gobiernos de nuestros países?; ¿estamos dispuestos a modificar nuestros usos lingüísticos para acercarnos a los objetivos que nos vayamos marcando?; ¿alterar el idioma es verdaderamente una forma efectiva de transformar la realidad?
Estas son algunas de las cuestiones que cruzan por mi mente en este momento. Tengo que confesar que no tengo respuestas para ellas porque soy un modesto lingüista y profesor. Se trata de cuestiones políticas y sociales sobre las que debería reflexionar cada cual. Yo me daría por satisfecho si este pequeño artículo sirviera para que alguien se empezara a plantear sus propias preguntas, para las que tendrá que encontrar sus propias respuestas.