¿Por dónde empiezo? Escribir un libro sin haber estudiado literatura

Publico este artículo para contestar a un comentario que he recibido y que me ha hecho reflexionar. El comentario de esta persona toca varios puntos clave que van a interesar a una gran parte de los seguidores del Blog de Lengua porque en esta comunidad se concentran personas que quieren escribir, que quizás están buscando la forma de empezar, que se esfuerzan día a día para mejorar y que tienen un elevado nivel de autoexigencia. Los consejos que voy a compartir aquí van a ayudar a muchas personas que se encuentran ahora mismo en la misma encrucijada que este seguidor que ha compartido sus dudas y sus inquietudes, lo cual le agradezco.

Este es el comentario de Ramón:

Soy teleco de formación. Recientemente he tenido la suerte de jubilarme después de una vida de trabajo intenso y responsabilidades que me absorbían. Por fin tengo tiempo para mí y para mis pasiones. Hasta ahora había leído a trompicones, en los huecos que me quedaban entre obligaciones o por la noche antes de caer rendido en la cama. Mi vida profesional empezó arreglando cosas por el mundo y después se fue orientando a gestionar y a dirigir. Acaparaba mi tiempo y mi alma. Nunca me abandonó el placer de la lectura, pero ahora por fin he retomado esa lectura intensa y absorbente que recordaba de mi adolescencia. Siempre me gustaron las letras, pero empujado un poco por la familia y por una cierta idea de responsabilidad, acabé en el mundo de la ingeniería. Durante todos estos años he tenido el deseo de escribir un libro, pero me faltaba el tiempo y, sobre todo, la tranquilidad. Ahora que me he liberado no sé por dónde empezar. Siento que me falta la base. No me veo capacitado para escribir una novela. ¿Es demasiado tarde para mí? ¿Todavía estoy a tiempo de escribir? ¿Qué hago? ¿Por dónde empiezo?

Para empezar, Ramón, te doy las gracias por tener la valentía de buscar ayuda. A veces esto es lo más importante para encontrar una solución.

Yo en el comentario de Ramón veo reflejadas las inquietudes de muchas personas que se ponen en contacto conmigo porque quieren escribir, pero no saben si pueden hacerlo. Muchos se preguntan: ¿quién soy yo para escribir?, ¿adónde voy si no tengo la preparación necesaria? Y es que, en mi experiencia, quienes tienen más formación, quienes han llegado más lejos profesionalmente son los más exigentes consigo mismos. ¡Claro! No es casualidad. Ese nivel de exigencia es su punto fuerte y su talón de Aquiles. Es lo que te permite prosperar en la vida, pero se puede convertir fácilmente en un freno: muchas veces, por el temor de no estar a la altura. El planteamiento implícito o explícito que hay detrás de esto viene a ser algo así: yo siempre he rendido al máximo y ahora no me conformo con menos. Cuando me pongo, me pongo con todas las consecuencias.

Te confieso que, por mi educación, yo mismo he mantenido siempre unos niveles de autoexigencia intensos. Eso me ha ayudado en parte, pero también me ha hecho sufrir más de la cuenta. Me ha traído éxitos, pero acompañados de grandes insatisfacciones por el deseo de lograr más, siempre más y mejor. Parte del aprendizaje que he tenido que acometer en la vida ha consistido en tratarme con más cariño, aceptarme con mis virtudes y mis defectos, reírme de mí mismo, aprender a exponerme, a ser vulnerable.

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Eso me ha permitido enfrentar la frustración de intentar algo nuevo en lo que necesariamente voy a conseguir resultados imperfectos… hasta que empiece a mejorar. Eso es desprenderse del ego, dejar atrás lo que ya sé hacer y tener la humildad de aprender algo diferente, convertirme en un aprendiz que tendrá que ir mejorando poquito a poco. Cuando he seguido mi corazón y me he atrevido a dar esos pasos, me ha ido bien. Han sido pasos pequeñitos a veces, inseguros al principio; pero imprescindibles para recorrer nuevos caminos de descubrimiento y crecimiento.

Para eso he necesitado entender que una cosa soy yo y otra lo que hago. Las cosas que hago unas veces me salen mejor y otras peor; pero eso no me hace a mí ni mejor ni peor como persona, como ser humano. Al contrario, es la oportunidad de aprender, de mejorar y de crecer. Cuando comprendí eso, me quité un peso de encima y conseguí sacudirme un cierto sentido del ridículo que me estaba frenando y me estaba impidiendo emprender nuevos proyectos, perseguir pasiones que había dejado aparcadas durante demasidado tiempo.

Yo tendía a descontar mis propios méritos, mis fortalezas y, al mismo tiempo, a magnificar mis limitaciones. Creo que no soy el único. Todos tenemos ciertas áreas en las que destacamos: para unos puede ser hablar o escribir, para otros los deportes, para el de más allá la cocina… ¡o la fotografía! Ciertas cosas las hacemos con facilidad porque acumulamos toda una vida de experiencia y por eso mismo no les damos la importancia que se merecen. Nos parecen normales, tendemos a pensar que no es para tanto. En cambio, ese proyecto nuevo que nos entusiama es el mismo que nos atemoriza por la sencilla razón de que es nuevo y nos lo representamos como una montaña escarpada, como una dificultad insuperable.

Uno de los retos a los que se enfrenta la humanidad y que está identificado desde hace tiempo es que los mejor preparados tienden a dudar. Dudan mucho, incluso demasiado.

La inseguridad a causa de la edad es muy frecuente. ¡Muchísimo! Déjame que lo diga alto y claro: tener una edad no es impedimento para empezar a escribir. ¡Al contrario! No hay una edad para empezar. Cada etapa de la vida tiene sus ventajas y sus inconvenientes para el oficio de escritor. Cuando uno ha alcanzado una cierta edad, acumula un tesoro de vivencias, de experiencias, ha visto el mundo, ha viajado, ha progresado humana, intelectual y profesionalmente, ha conocido a las personas…

Todo eso es un filón que puedes y debes explotar para escribir. Tampoco es un obstáculo el haber recibido una formación técnica. Más allá de lo que has estudiado, el hecho de estudiar te da unas habilidades, unas estrategias, unos hábitos que puedes aplicar a todo lo que te propongas en la vida. No hace falta ser filólogo para escribir ni para crear historias que hablen al corazón de un lector.

Es más, muchas veces ni siquiera es necesario inventar una historia. Puedes escribir directamente tu vida, tus memorias. Es una forma de explorar tu alma, de rescatar emociones, incluso de restañar heridas. Es también una muestra de generosidad. Un libro es el formato ideal para compartir unos aprendizajes valiosos que van a ayudar a quienes vienen detrás. Es una manera de dejar un legado, de dar a conocer unas experiencias que son únicas y que pueden inspirar, alentar, abrir los ojos a otros seres humanos que se van a beneficiar de ellas. Es una forma de dejar huella.

Hace años un buen amigo me recomendó la autobiografía de Oliver Sacks. Oliver Sacks llegó a la cumbre de su profesión como neurólogo y como divulgador, vivió con intensidad y, antes de despedirse de nosotros, publicó el testimonio de esa vida osada y apasionada. On the move es un libro que me impulsó (ese es el título de la biografía). Me sirvió para reflexionar sobre mi propia vida y para cambiarla. El libro de Sacks me inspiró y me dio valor. Piénsalo: leer unas memorias es una forma de absorber en diez horas los aprendizajes que una persona ha ido atesorando durante toda una vida.

La autobiografía pura y dura es una opción magnífica para un primer libro, pero no es la única. Podemos ir un paso más allá sin abandonar el terreno de nuestras propias vivencias: el primer libro pueden ser unas memorias noveladas o una ficción basada en la experiencia. Si tú eres más o menos de mi edad, te acordarás de una serie de televisión que se titulaba La casa de la pradera. Todo el mundo la veía los fines de semana porque en aquella época no había Netflix ni YouTube. Estaba la primera cadena y la segunda y pare usted de contar. La casa de la pradera está basada en una serie de novelas de Laura Ingalls. La autora cuenta en ellas su infancia y su adolescencia como hija de una familia de granjeros del Medio Oeste estadounidense. Esta señora publicó el primer libro con 65 años. Ya ves que eso no fue impedimento para que sus historias llegaran a una buena parte de la humanidad: primero a través de los libros y después amplificadas por la televisión.

Otro caso es el de Frank McCourt, el autor de Las cenizas de Ángela. Empezó a escribir cuando se jubiló. Ya ves que esto de empezar a escribir una novela al terminar la vida laboral no es ni una rareza ni una ocurrencia descabellada. Al contrario, es una experiencia muy común. Cada vez lo va siendo más y, si ahora estás dudando, yo te animo a que des el paso. Frank había cumplido 66 años cuando publicó su primer libro. ¿Le salió peor la novela por empezar a esa edad? No lo parece, a juzgar por el éxito que cosechó y que mantiene. Incluso ganó el premio Pulitzer. Ya me gustaría a mí estrenarme así como jubilado.

No es casualidad que los autores de estas dos obras las publicaran cuando habían cumplido ya los sesenta. Es que precisamente hay ciertas obras que está uno en condiciones de escribir cuando ha ascendido un buen trecho por la ladera de la vida y abarca con la vista todo el camino que le ha conducido hasta allí.

Incluso cuando uno escribe sobre un tema ficticio, esa experiencia y esa edad te aportan la ventaja de la perspectiva. Llegado a una cierta edad, uno ha visto las cosas y a las personas, las ha observado por arriba, por abajo, por delante y por detras… y sabe de lo que habla. Sin ir más lejos, esto es toda una ventaja para construir personajes complejos que se han enriquecido a lo largo de los años con una diversidad de vivencias, habilidades y conocimientos.

Otra fortaleza es la disciplina. Los logros no se consiguen por casualidad. Llegan porque uno trabaja para hacerlos realidad. Cuando alguien ha alcanzado ciertos niveles en la vida es porque ha trabajado a diario para llegar ahí, porque tiene la constancia necesaria para mantener un esfuerzo en el tiempo hasta ver resultados.

Si ese amor por la literatura ha estado presente en ti durante todos estos años, es por algo. Eso indica que forma parte de la persona de una manera íntima y esencial. Este es mi consejo: escucha a tu corazón. Él está proclamando lo que te conviene. Te ha esperado hasta ahora, pero ya ha llegado el momento de actuar. No se puede negar a la naturaleza. Ahora puedes permitirte el lujo de reservar las primeras horas del día para lo que de verdad te importa. Empuña la pluma o, más bien, siéntate delante del ordenador y empieza a escribir.

Quizás un treintañero tiene toda la vida por delante. Quizás sí y quizás no porque eso nunca se sabe. Digamos que sí. Pero ¿de cuántas horas dispone cada día para la literatura? ¿Cuántos minutos libres le quedan para escribir mientras está luchando a brazo partido para abrirse camino en la vida? Nunca se me olvidará algo que contaba Jaime Gil de Biedma en sus diarios. Cuando él estaba trabajando para la Tabacalera, tenía épocas en que se veía obligado a elegir entre leer y escribir. El día no le daba para las dos cosas: sí leía, no podía escribir y al revés. Él lo vivía como una tortura. Para un escritor, escribir y leer son como comer y beber. ¿Qué hago? ¿Me quedo sin comer o me quedo sin beber? El joven Gil de Biedma habría dado cualquier cosa por dedicar el día a leer, a escribir o a lo que le dé a uno la gana.

Y no saber por dónde empezar tampoco es inconveniente. Se pueden hacer cursos. También puedes trabajar con un guía que te oriente y te apoye. No es solamente la orientación. El hecho de trabajar con alguien te genera una responsabilidad. Muchas veces, uno tiraría la toalla estando solo. Sin embargo, cuando se ha comprometido a escribir un libro y tiene que rendir cuentas, esa puede ser la diferencia entre llegar hasta el final y quedarse tirado a mitad de camino. Ha llegado el momento de invertir en ti mismo.

Tu experiencia es irrepetible, tu voz es única. Tu libro también lo será. Ten el valor y la generosidad de convertir tu sueño en realidad. En ese proceso cambiarás, crecerás y tendrás el privilegio de cambiar las vidas de tus lectores.