¿Hablamos cada vez peor?

No. La respuesta es así de simple. Y contundente. No hablamos peor. Hablamos de otras cosas. Hablamos de otro modo. Eso es todo.

El mundo cambia y también lo hace el lenguaje con el que hablamos de él. Las generaciones se suceden y cada una trae su modo de hablar, igual que trae su modo de vestir, de hacer arte o de hacer política. ¿Verdad que hoy sería ridículo vestirse como Unamuno? Pues también lo sería hablar como él. Incluso dentro de la vida de una misma persona va cambiando con los años el lenguaje. ¿O nos expresamos de la misma manera con sesenta años que con veinte?

Si la lengua fuera a peor, llegaría un momento en que no nos entenderíamos; pero eso no sucede y no puede suceder. ¿Conoces algún caso? ¿Tienes noticia de algún sitio donde hayan empezado a enredar con el idioma y al final se lo hayan cargado? Imagínate que en Suecia empezaran a hacer experimentos con el sueco hasta que lo estropearan y se tuvieran que pasar —qué sé yo— al italiano para volver a entenderse. Esto que es inconcebible con las lenguas no lo es tanto con otras construcciones colectivas, como la economía, sin ir más lejos. Todos podemos citar países donde han empezado a hurgar en el sistema económico hasta que ha dejado de funcionar. El resultado es miseria, hambre, despoblación… En ningún rincón del mundo, en ningún momento de la historia ha habido una penuria lingüística que nos haya dejado en ayunas de palabras. Por ese lado podemos estar tranquilos.

Para acercarnos al problema, tenemos que saber que existe un fenómeno que se llama cambio lingüístico y que este es universal. Hay toda una rama de la lingüística que se ocupa de estudiarlo. Todas las lenguas cambian y todas han cambiado. No pueden no cambiar. Esto en sí no es ni bueno ni malo. Es. Punto. Otra cosa es que los resultados nos gusten más o menos; pero eso ya es cuestión de gustos y sobre gustos…

La lengua no la hacen los catedráticos, ni los académicos, ni los políticos… ¡por suerte! Siempre la han hecho los hablantes de a pie, la gente normal y corriente: el niño que juega con sus amigos en el patio del colegio, el dependiente de la pollería que despacha cuarto y mitad de mollejas, la señora que merienda con sus amigas en la cafetería, los enamorados que se susurran al oído. Por eso la lengua es sensata y funciona. La comunidad de hablantes en conjunto es sabia (aunque algunos de sus individuos no lo sean tanto).

De unos siglos a esta parte, vienen metiendo cuchara también, con mayor o menor fortuna, gramáticos, gobernantes, lexicógrafos, periodistas, etc.; pero eso no invalida lo anterior. Me entran temblores de pensar en lo que pasaría si la lengua dependiera de una comisión de profesores, representantes del Ministerio de Educación, autores de libros de estilo, dueños de editoriales… y escritores de blogs sobre lengua, que son, con diferencia, los más dañinos.

Otra cuestión, que probablemente te estás planteando a estas alturas, es: «Sí, pero ¿por qué cambian las lenguas?». La pregunta no tiene respuesta fácil, pero sí que te puedo decir que uno de los motivos es el deseo de expresividad de los hablantes.