En todas las sociedades hay realidades que están prohibidas y que inspiran un temor y un respeto teñidos a menudo de aspectos mágicos o religiosos. Un aspecto particular de la prohibición general que pesa sobre ellas es la prohibición de nombrarlas. Así surgen los tabúes lingüísticos.
El ámbito de lo sagrado es uno de los candidatos evidentes al silencio temeroso. Uno de los tabúes primigenios de nuestra tradición religiosa y cultural es la prohibición judía de mencionar el nombre de Dios. El tetragrámmaton IHVH se escribía, pero no se pronunciaba. Por eso hoy tenemos diferentes reconstrucciones, como Jehová(h) o Yahvé(h). Así y todo, por muy poderoso que sea el pavor que nos infunda una realidad natural o sobrenatural, tampoco se puede evitar siempre hablar de ella. Por eso, como sustituto aceptable hasta cierto punto del nombre divino surge Adonái. Nos encontramos así con la otra cara del tabú, que es el eufemismo, esa palabra más o menos domesticada que nos permite referirnos, aunque sea por rodeo o por insinuación, a aquello a lo que hubiéramos preferido no tener que referirnos de ninguna manera.
El tabú puede recaer también sobre realidades que se consideran impuras. El caso más evidente, porque se repite a lo largo y ancho de las culturas del mundo, es el de la excreción. Es un tema, en sí, que evitaremos sacar en una conversación educada, sobre todo si hay comida cerca. Más de un invitado ha preguntado pudorosamente en casa ajena dónde se puede lavar las manos cuando lo que se proponía era algo completamente diferente. Pero es que, además, la palabra para referirse al lugar donde se evacuan las necesidades fisiológicas va cambiando cada pocos años. En España hemos tenido retretes, váteres, servicios y baños, y dentro de poco tendremos algo diferente. Los sucesivos eufemismos se van ensuciando con el tiempo y hay que inventarse otros nuevos. También están sujetos a tabú, naturalmente, los productos de la excreción. El valor de transgresión que tiene el nombrarlos es lo que explica que este vocabulario tienda a aparecer en interjecciones y expresiones malsonantes.
Se suele decretar interdicción lingüística, además, sobre todo aquello que constituye una amenaza para una comunidad. En tiempos pasados el peligro podía venir de animales salvajes. En checo y otras lenguas eslavas la denominación para ‘oso’ fue sustituida por medvěd: ‘el que chupa la miel’. No es difícil imaginar cuál fue la suerte que corrieron muchos de los eslavos que se atrevieron a adentrarse en las selvas heladas del Este de Europa allá por la noche de los tiempos. En la época actual, gobernantes y gentes de negocios suelen resistirse a hablar de crisis económicas. Para referirse a ellas se prefieren eufemismos como desaceleración económica. ¿O qué decir de los beneficios negativos con los que los que a veces nos regalan los gestores de empresas?
El tabú es uno de los puntos donde se tocan lo lingüístico y lo cultural. Es una restricción que se impone a la lengua dentro de una determinada cultura y nos puede llevar fácilmente a incurrir en errores de comunicación intercultural. Los españoles, por ejemplo, destacan por el uso intensivo y extensivo que hacen de la denominación popular de los genitales femeninos. Cuando ese mismo español se sirve con ligereza y naturalidad del equivalente de esa palabra en otra lengua, se puede encontrar con que su aceptabilidad no es la misma y con que se ha metido en una situación embarazosa para él y sus interlocutores de la que quizás no sabrá muy bien cómo salir.
Los tabúes van cambiando a medida que cambian las sociedades. Si en el mundo occidental el sexo tenía este papel hasta hace poco, hoy se va hablando cada vez más abiertamente de él; pero, a cambio, van delimitándose otras parcelas innombrables, como todo lo relacionado con la vejez (pensemos en la cadena eufemística viejo > anciano > tercera edad > mayor).
Detrás del tabú hay una concepción mágica del lenguaje: la palabra es igual a la cosa. Si ponemos la palabra encima de la mesa es como si pusiéramos la cosa misma allí, en medio de todo el mundo. Pero precisamente en esto reside su fuerza, porque, por mucho que lingüistas y filósofos, a base de hilar fino, hayan ido introduciendo instancias intermedias entre las palabras y las cosas y hayan hecho por convencernos de que la relación entre unas y otras es puramente convencional, el hablante normal y corriente, el de andar por casa, sigue convencido de que hay un vínculo indisoluble. Y quizás este hablante no ande tan descaminado, por lo menos en lo que a él le toca, porque, aunque todos sepamos que una cosa es una foto y otra, una persona, cuando vemos la fotografía de un ser querido tendemos a desdibujar las fronteras, y esa imagen basta para evocar los sentimientos que despierta o despertaba en nosotros quien está ahí retratado.