Las ciudades extranjeras con las que históricamente hemos mantenido unas relaciones más intensas tienden a tener versiones castellanizadas de sus nombres originales. Estos topónimos traducidos se conocen técnicamente como exónimos.
Así, sin alejarnos mucho de la península ibérica, nos encontramos con que Londres no es —para nosotros— London; ni Burdeos, Bordeaux. Pero, dicho esto, tengo la sensación de que tales denominaciones tradicionales se encuentran en retroceso y que, por ejemplo, el italiano Padova va ganando posiciones frente al castellano Padua.
La situación es compleja, y hay que diferenciar, como mínimo, tres posibilidades. Todos los ejemplos que mencionaré son europeos porque esta es la realidad que geográfica y culturalmente me resulta más próxima, pero no sería demasiado complicado dar con casos análogos en otros continentes.
En primer lugar, encontramos una serie de versiones castellanas que mantienen plenamente su vitalidad. Todavía no me he encontrado a nadie que a Cracovia la llame Kraków; o a Viena, Wien. Esto puede estar relacionado con la frecuencia de uso de las formas en cuestión o con la dificultad (real o percibida) que presente la lengua original para personas hispanohablantes.
En segundo lugar, tenemos denominaciones vacilantes. Las formas castellana y alemana Tubinga y Tübingen alternan. A Maguncia le sirve de poco el ser la cuna de la imprenta: poco a poco se va imponiendo la germana Mainz. San Francisco de Asís hoy tendría que ser San Francisco de Assisi, a juzgar por el éxito que va teniendo el nombre italiano de su ciudad. Gotemburgo también va cediendo posiciones ante el empuje de la sueca Göteborg (con una pronunciación castellanizada góteborg). Como vemos, se trata por lo general de ciudades que no se mencionan con excesiva frecuencia. Esto puede favorecer que la forma tradicional vaya cayendo en el olvido y que la original gane terreno.
Probablemente contribuyen a este proceso los viajes turísticos, las traducciones apresuradas de noticias, las búsquedas de información en Internet, etc. Todos estos son factores que nos exponen al nombre de las ciudades en su lengua original. Los libros de estilo de los medios de comunicación, como el del diario El País, suelen recomendar las formas tradicionales castellanas, lo que no impide que en sus páginas se cuelen a menudo sus competidoras extranjerizantes.
En tercer lugar, hay que mencionar aquellos nombres que existieron históricamente, pero que hoy han quedado reducidos a meras curiosidades de la historia de la lengua. En el osario de la toponimia podemos localizar muchas de estas reliquias venerables. En tiempos se habló de la ciudad de Brema, pero la única forma que hoy sigue siendo conocida y aceptada es Bremen. Si todavía en 1906 a Ortega y Gasset le pareció normal titular uno de sus artículos «Las fuentecillas de Nuremberga», hoy ese topónimo ha sido desplazado por la forma levemente castellanizada Núremberg, a la que nos tendremos que referir de nuevo más abajo a propósito de su pronunciación. Cuando a principios de los años noventa se discutía sobre el Tratado de la Unión Europea, también conocido como Tratado de Maastricht, alguien sacó del cajón (con escaso éxito) el viejo nombre Mastrique, que da título incluso a la tragicomedia de Lope de Vega El asalto de Mastrique. Toulouse fue Tolosa de Francia… Pero, para mi gusto, el mejor de todos estos viejos topónimos es Zaragoza de Sicilia, que es como se conoció a Siracusa por influencia del nombre catalán Saragossa de Sicília. Todavía a principios del siglo XIX, el insigne lingüista Lorenzo Hervás y Panduro se refiere así a esa ciudad en su Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas (volumen 4, tratado III, parte II).
Tampoco hay que olvidar, para complicar un poco más el asunto, algunos casos como los de Múnich (en alemán, München) y Núremberg (en alemán, Nürnberg). En la lengua oral, estos están teniendo como competidores no los nombres originales, que resultan poco menos que impronunciables para el hispanohablante medio, sino una pronunciación anglizante [miúnik, niúremberg] que tiene que ver con la manía de pronunciar todo lo extranjero como si fuera inglés.
En los ejemplos anteriores se aprecia a las claras que el nombre castellano es simplemente una versión retocada del original. Sin embargo, a veces, hay denominaciones castellanas que sorprenden por ser completamente diferentes. Así, a la ciudad bávara de Regensburg nosotros la hemos llamado siempre Ratisbona. Coincidimos en esto con los franceses, que la denominan Ratisbonne. Más espectacular aún es el caso de la renana Aachen, conocida entre los hispanohablantes como Aquisgrán y entre los francófonos como Aix-la-Chapelle: tres nombres diferentes, una misma ciudad.
Es posible que todo esto no sea sino una más de las múltiples manifestaciones de la globalización, que empuja a las lenguas hacia la convergencia. En un mundo en el que los contactos internacionales son cada vez más frecuentes, mucha gente tiene acceso de primera mano al nombre original de estas ciudades, mientras que la referencia de la forma tradicional le resulta lejana o, directamente, desconocida. Podríamos ver aquí también una forma de favorecer la comunicación a escala internacional, evitando llamar de formas diferentes a lo que ya tiene un nombre que todos reconocen. En el otro lado de la balanza, hay que poner la pérdida o, cuando menos, decadencia de una parte del léxico que forma parte de nuestra herencia cultural.
Lo que te conviene ahora es hacer el ejercicio siguiente. En él vas a encontrar veinte nombres de ciudades extranjeras escritos entre corchetes. Tienes que escribir la versión española en el hueco de al lado.