La epéntesis es un proceso fonológico que consiste en introducir algún sonido en el interior de una palabra.
Es un término griego formado sobre las raíces epi (‘además’), en (‘en’) y thesis (‘poner’). Podemos traducirlo más o menos como ‘meter en medio’. Se trata de eso, de sonidos que se cuelan en el interior de las palabras.
La epéntesis es un fenómeno frecuente en el habla espontánea. A todos nos ha ocurrido alguna vez ir a pronunciar palabras como Inglaterra y que nos salga Ingalaterra. Los niños son muy dados a este tipo de inserciones. Si tienes hijos, seguro que recuerdas unas cuantas.
Las causas de la epéntesis pueden ser de lo más variado. A menudo, sirve para facilitar la articulación. Los sonidos que se introducen liman asperezas y facilitan así la pronunciación de secuencias complicadas. Un amigo me llamaba la atención hace poco sobre la costumbre de algunos cantantes de introducir vocales de más en la letra de las canciones, de forma que una noche perpetua puede acabar convertida en noche perepetua (me permito tomar prestado su ejemplo, aprovechando que él sabe más de música que yo). Estas adiciones pueden servir para facilitar la articulación y conseguir así un canto más fluido e incluso para completar el número de sílabas de un verso.
Algunos sonidos epentéticos pueden resultar de fenómenos de ultracorrección. Esto es lo que ocurre cuando alguien transforma bacalao en bacalado creyendo que es más fino.
Otros surgen por analogía con otras palabras. La influencia de infringir es lo que explica que el verbo infligir acabe convertido muchas veces en inflingir (forma incorrecta).
La epéntesis puede intervenir incluso en la adaptación de préstamos. Ocurrió en francés, por ejemplo, con una palabra que se tomó prestada del holandés: bolwerc recibió una e epentética en su paso hacia la forma boulevard, que es de donde sale nuestra versión bulevar.
La epéntesis ha tenido un papel fundamental en la evolución del latín al castellano. Por ejemplo, a nuestros antepasados les costaba trabajo pronunciar secuencias como -nr- o -mr-. Por eso, las rompían introduciendo sonidos que les servían de apoyo. El futuro del verbo tener debería ser teneré, pero se perdió la vocal del medio y se quedó en tenré. Esa secuencia debía de resultarles áspera a los órganos fonadores castellanos, porque se convirtió en tendré, que es la forma que ha llegado hasta nuestros días.
Un proceso similar se dio con hombre. El latín hóminem perdió la terminación y quedó en hómine. Puestos a perder, también se perdió la i, que estaba en una posición muy débil: después de la sílaba acentuada de una palabra esdrújula. El resultado fue homne. Dos consonantes nasales tan juntas no les debieron de parecer una buena idea a los castellanos de otrora, así que transformaron la n en r: homre. Esa solución tampoco los convenció del todo, por lo que deslizaron una b que dio lugar a la palabra actual: hombre.
Algunas epéntesis que surgieron a lo largo de los siglos se deshicieron después por influencia de la lengua culta. Eso ocurrió con formas históricas como corónica e Ingalaterra (no me había inventado el ejemplo, hay incluso una obra de teatro de Calderón que se titula La cisma de Ingalaterra). El caso es que estas variantes volvieron al redil etimológico y por eso hoy decimos crónica, Inglaterra.
En fin, ya ves que la epéntesis es un fenómeno amplio e importante. Se manifiesta a menudo en la lengua actual y tiene mucho que ver con los procesos históricos que han ido dando forma al vocabulario a lo largo de los siglos.