Un malapropismo consiste en sustituir por error una palabra por otra que suena parecida, o sea, por un parónimo.
Seguramente te has encontrado más de una vez con situaciones como esta: un conocido te explica con la mayor seriedad del mundo que le han puesto una inyección de ursulina, pero tú entiendes de todas formas que se está refiriendo al medicamento conocido como insulina.
El malapropismo se da con frecuencia en el habla cotidiana. Son candidatos perfectos las palabras largas y complicadas, los extranjerismos y las palabras cultas (muy especialmente, los términos médicos). Esto puede provocar que el aeróbic acabe convertido en el Nairobi. O Sadam Huseín se puede transformar por arte de birlibirloque en Sadam Jesusín. Tomo prestados estos ejemplos, respectivamente, de @nlopeztrujillo, que abrió una discusión sobre el tema en Twitter (20-2-2018), y de @gin_hebra, que participó en el debate. Esta discusión, de la que se hizo eco la revista Verne, es la que me dio pie para escribir el presente artículo.
Típicamente, este mecanismo sustituye una palabra que a ese hablante le resulta rara o complicada por otra con idéntico número de sílabas y que mantiene el acento prosódico en la misma posición que el término original. La palabra que se desliza carece de sentido en ese contexto. Sin embargo —y ahí está lo interesante del asunto— quien conozca el término original normalmente podrá recuperarlo a partir del contexto y de la información que le proporciona el término erróneo. Esto dice mucho sobre la capacidad de nuestro sistema cognitivo para extraer significado a partir de enunciados defectuosos. Además nos da pistas sobre un hecho que es conocido para la lingüística desde hace largo tiempo. El significado de las palabras no está grabado a fuego, sino que es dinámico. Una palabra adquiere un significado efectivo en el momento en que se inserta en un enunciado que alguien ha emitido con la intención de comunicarle algo a alguien.
Nadie está libre de que se le escape un malapropismo, pero unos podemos ser más propensos que otros. Estas expresiones son muy frecuentes en los niños, que están aprendiendo el vocabulario de su lengua materna y pueden tener dificultades para seleccionar la palabra exacta en un momento dado. También son típicos de las personas que no han tenido acceso a una educación formal y que a veces tienen que luchar con expresiones que conocen quizás de oídas, que probablemente entienden, pero que les cuesta trabajo reproducir con exactitud. Entonces es cuando deslizan en la conversación la unidad más parecida que encuentran en su diccionario mental.
El malapropismo se sitúa en el ámbito de lo que tradicionalmente se ha conocido como barbarismos, que son incorrecciones que cometemos cuando pronunciamos o escribimos mal una palabra o una expresión. Es primo hermano de la etimología popular. Esta es un intento de los hablantes de encontrarle un sentido a una expresión que resulta oscura (como cuando se transforma mandarina en mondarina por asociación con el verbo mondar). Sin embargo, el malapropismo es individual: forma parte de la particular manera de expresarse de un determinado hablante. La etimología popular, por su parte, es colectiva. Su origen puede estar a veces en un malapropismo que acaba siendo compartido por un gran número de hablantes.
El malapropismo es el resultado de un lapsus y, por tanto, es involuntario. Su resultado suele ser cómico. Por eso se recurre a él frecuentemente en la literatura para arrancarle una sonrisa al lector. De hecho, el término en sí está formado sobre el nombre de la señora Malaprop, que es uno de los personajes de The rivals (‘Los rivales’), una obra del dramaturgo irlandés Sheridan estrenada en 1775. La señora Malaprop se caracteriza porque intenta expresarse con palabras complicadas que sustituye por otras que suenan parecidas. El apellido Malaprop juega con la expresión francesa mal à propos, que podemos traducir como algo inadecuado, que no viene a cuento.
Pero no hace falta que nos vayamos a la literatura en lengua inglesa para rastrear este fenómeno lingüístico. Nuestro adorado Sancho Panza nos proporciona infinidad de ejemplos. Lo que para don Quijote es el bálsamo de Fierabrás su escudero lo traduce como bálsamo del feo Blas. Si Dulcinea es para el caballero una soberana señora, el bueno de Sancho la rebaja a sobajada señora (hoy diríamos sobada o sobeteada). El filólogo español Amado Alonso denominó a estas ocurrencias de Sancho prevaricaciones idiomáticas (Alonso, Amado. 1948. “Las prevaricaciones idiomáticas de Sancho”. Nueva Revista de Filología Hispánica 2:1, 1-20). La denominación prevaricaciones idiomáticas se ha empleado a veces en nuestra tradición lingüística para referirse al malapropismo, pero ya ha quedado definitivamente desplazada por el término de origen inglés.
Creo que con esto ya te puedes hacer una idea de en qué consiste este fenómeno, así que dejaré aquí este artículo de Worpiés, que ya se ha extendido bastante… ¡Perdón! Quería decir WordPress.