Un signo diacrítico es cualquier marca que se utiliza para modificar algún otro signo de la escritura. En español empleamos varios.
El más frecuente con diferencia es el acento ortográfico o tilde, que se puede situar sobre cualquiera de las cinco vocales: á, é, í, ó, ú. Nuestra ortografía se sirve del denominado acento agudo (´), que asciende desde la vocal hacia la derecha. Además existen el acento grave y el circunflejo. Estos carecen de uso en la ortografía castellana actual, pero hallaremos ejemplos en otros idiomas. Digamos que el acento grave es como el agudo, pero reflejado en un espejo (`). Lo encontramos en palabras francesas como très (‘muy’). El acento circunflejo, por su parte, podemos representárnoslo como la unión de un acento grave y otro agudo (ˆ). Forma esa especie de sombrero que cabalga sobre algunas vocales, como en el sustantivo francés hôtel (‘hotel’).
También contamos con un signo conocido como diéresis (¨). Esta recibe además el sabroso nombre de crema. En nuestro sistema ortográfico se emplea en un solo caso. Normalmente, la u es muda en las secuencias gue, gui (guerra, guitarra), pero cuando le añadimos una diéresis a esa u, estamos indicando que hay que pronunciarla, como ocurre en vergüenza o pingüino.
Por último, he de mencionar el trazo ondulado que le añadimos a la ene para transformarla en una eñe (˜). Este se denomina tilde o virgulilla. Ya ves que el término tilde es ambiguo porque se puede aplicar a dos signos diferentes (˜, ´). En la práctica, hay pocas posibilidades de confusión porque no solemos nombrar el trazo que corona la eñe. Por eso, en obras escolares, se suele recurrir a la palabra tilde para sustituir al término técnico acento ortográfico. Este último tiene la ventaja de que es inequívoco, pero presenta el inconveniente de ser más largo.
La ortografía castellana contó con otros signos diacríticos en épocas pasadas. Voy a ejemplificar solamente con dos casos.
La Real Academia Española publicó en 1741 una ortografía que puso patas arriba toda la tradición de la escritura castellana. Una de sus múltiples ocurrencias consistió en introducir el acento circunflejo en palabras como châos (‘caos’). Así se indicaba que el dígrafo ch representaba el sonido [k] y no el de chorizo. La principal virtud de esta ortografía académica fue probablemente que casi nadie le hizo caso.
En el castellano medieval y clásico se escribía a menudo con cedilla. Esta es un invento de los visigodos. Si escribes con un teclado español, seguramente habrás visto la letra ç arrinconada en el extremo derecho mientras espera (sin hacerse muchas ilusiones) que la pulsemos para escribir alguna palabra catalana (plaça, ‘plaza’) o francesa (garçon, ‘chico’). Sin embargo, esta letra les servía a nuestros antepasados para escribir braço (‘brazo’) y otras muchas palabras. Originariamente, representaba la secuencia de sonidos [ts]. Por tanto, el ejemplo anterior sonaba [brátso]. El término cedilla se le aplica tanto a la letra completa (ç) como al trazo inferior (¸). Este último es el signo diacrítico propiamente dicho. Nació vinculado a la letra en cuestión, pero con el tiempo se independizó y pasó a modificar otros grafemas en el sistema ortográfico de diferentes lenguas. Por ejemplo, en turco se puede asociar a la letra ese (ş). La historia de la cedilla es compleja. Tienes un artículo donde te la explico con pelos y señales.
En el alfabeto latino, que es el nuestro, los signos diacríticos normalmente llenan lagunas que no estaban previstas en el diseño original. Esta escritura estaba hecha a medida para el latín (¡qué casualidad!). Cuando se utiliza para otras lenguas, hay que introducir siempre algunos arreglos. El que estos sean más o menos radicales depende sobre todo de la distancia que medie entre el sistema fonológico del latín y el de la lengua en cuestión. Esto se nota perfectamente en el caso de los diacríticos castellanos.
Empecemos por el uso de la tilde para representar el acento prosódico, o sea, ese golpe de voz con el que destacamos una de las sílabas de una palabra en la lengua oral. En latín no había necesidad de marcar esa sílaba porque su posición venía dada por un sistema de reglas. Los romanos sabían automáticamente cuál era la sílaba que tenían que pronunciar con más intensidad. El sistema se quebró al pasar al castellano. En nuestra lengua, el golpe de voz puede caer en diferentes posiciones y, además, las diferencias de posición pueden ir asociadas a diferencias de significado. Sin tildes en la ortografía, nos veríamos en apuros a la hora de leer y escribir ternas como término – termino – terminó.
El sonido [ñ] no existía en latín. De hecho, no se había desarrollado todavía ninguna de nuestras actuales consonantes palatales [ñ, ch, ll, y]. Por eso tuvimos que retocar la ene. De lo contrario, confundiríamos constantemente uña con una o año con… ano.
La ortografía española no es, ni mucho menos, la única que necesita signos diacríticos. Ya hemos mencionado de pasada el caso del francés. Esta lengua modifica vocales y consonantes como à, é, ï, ô, ç. Pero también nos toparemos con signos diacríticos en muchos otros idiomas, como el checo (á, č, ť, ů), el húngaro (á, ö, ő) o el rumano (ă, î, ț), por citar unos pocos ejemplos. Estos signos les permiten adaptar el alfabeto latino a las peculiaridades de su pronunciación.
Los signos diacríticos representan tan solo una de las posibilidades para adaptar la escritura latina a otras lenguas. El inglés, sin ir más lejos, no los utiliza, aunque su pronunciación está muy alejada de la del latín. Pero eso ya sería materia para otro artículo. El de hoy lo cerraremos aquí.