La palabra escrita, por su valor cultural, goza de un enorme prestigio. La mayoría de los hablantes tienen interiorizado el prejuicio de que la lengua escrita es la correcta, mientras que lo oral acumula desviaciones respecto de ese patrón. Por eso, la ortografía influye a menudo en la pronunciación. El filólogo venezolano Ángel Rosenblat se refería a este tipo de prejuicios como el fetichismo de la letra.
En realidad, la lengua es primariamente oral, es palabra hablada. Y esto es así tanto en la historia de los individuos como en la de las comunidades lingüísticas. Las personas aprenden primero a hablar. Algunas, no todas, aprenden después a escribir. Lo mismo vale para la comunidad en su conjunto. Todas las lenguas se hablan en primer lugar. Solo algunas de ellas (ni siquiera la mayoría) llegan a escribirse con el tiempo. No conviene perder de vista tampoco que muchas lenguas se hablan, pero no se escriben; mientras que no hay ninguna que solo se escriba sin hablarse y solo se haya escrito durante toda su historia.
Las interferencias de la ortografía en la pronunciación del castellano son numerosas. Un ejemplo clásico es la reposición de los grupos consonánticos cultos (-ct-, –gn-, –pt-, etc.) por la Academia en el siglo XVIII, que contribuyó a asentar su pronunciación. En el español clásico eran frecuentes grafías y pronunciaciones como benino, efeto, conceto:
[…] aquellos á quien Dios nos hizo tanto bien que nos puso debajo de cetro de Príncipe tan benino.
Hernán Cortés: Carta a Sebastián Caboto, tomado de CORDE, 12-10-2007
Las vacilaciones en la grafía y la pronunciación eran constantes; pero una vez que la ortografía académica repone definitivamente esos grupos de origen latino en la escritura, los hablantes se sienten en la obligación de pronunciarlos. Fíjate en que hoy, precisamente, hay una gran variación en la pronunciación de esos grupos. Por ejemplo, los hablantes vacilan para acto entre “ákto”, “ázto”, “átto” y hasta “ájto”.
También por influencia de la grafía muchos hablantes pronuncian “téksas” (Texas) o “siménez” (Ximénez) donde la norma y la tradición piden una buena jota (véase La x de México).
La equis nos da guerra también en posición final de sílaba: texto, expediente. Lo más natural en castellano es pronunciar aquí simplemente una ese (“tésto”, “espediénte”). No solo es natural, sino que es perfectamente correcto. Sin embargo, muchos hablantes creen que es menos correcto y se esfuerzan (con diferentes grados de éxito) en pronunciar “ks”. Esa es una pronunciación de la equis que normalmente se reserva para el habla formal o enfática.
A veces asoma también por ahí la pronunciación de v, sobre todo en la lectura, como hacían algunos maestros en los dictados (también para ayudar a los alumnos un poquito). En castellano estándar no hay diferencia alguna en la pronunciación entre b y v.
Hablantes de variedades seseantes del español intentan a veces diferenciar ese y ce o reponer las eses en posición final de sílaba (estantes), en contra de lo normal y adecuado en su variedad. De hecho, una consecuencia más del prejuicio generalizado a favor de lo escrito es que las variantes con una pronunciación más próxima a la ortografía tienden a considerarse más correctas.
También los signos de puntuación influyen en nuestra manera de hablar y nos inducen en ocasiones a introducir pausas erróneamente en la lectura. Por ejemplo, se escribe sí, señor porque una regla de puntuación exige que los vocativos se separen con comas; pero no debemos detenernos entre esas dos palabras (y, de hecho, no lo hacemos en el habla espontánea). A todos nos han enseñado que los signos de puntuación sirven para representar en la escritura las pausas de la lengua oral. Esto era verdad en la Edad Media. Hoy ya no lo es tanto.