Los hipocorísticos son nombres cariñosos que les damos a las personas. Son formaciones que se sitúan en el ámbito del lenguaje afectivo. El término hipocorístico está formado sobre las raíces griegas hypo (‘bajo, debajo’) y kor- (‘niño, niña’): hace alusión a esos momentos en que hablamos de forma cariñosa, afectiva, como si fuéramos niños.
Existen muchas variedades de hipocorísticos, pero los que mejor ha estudiado la lingüística son los que se forman sobre el nombre propio de la persona. El procedimiento más evidente para ello es echar mano de los diminutivos, que son sufijos con valor afectivo. Así, Juana se convierte en Juanita o el serio Carlos se transforma en el simpático Carlitos. Otros surgen por acortamiento. Por ejemplo, de Roberto nos sale Rober o, sobre la base de Fernanda, podemos llegar a Nanda. A veces se reduplica una sílaba, lo que permite crear formas como Teté a partir de Teófila o Teófilo. Más curioso es el caso de ciertos hipocorísticos que son nombres paralelos que poco o nada tienen que ver con aquel al que sustituyen. Me refiero a pares como José y Pepe o Francisca frente a Paca. Estos están fijados convencionalmente dentro de una lengua y una cultura determinadas. Un estudiante de español que no haya aprendido todavía estas correspondencias difícilmente llegará a descubrirlas por sí mismo.
Todos los casos que he presentado arriba forman parte del lenguaje general, del que utilizamos a diario para comunicarnos en sociedad, pero existen otros hipocorísticos que pertenecen al lenguaje particular, privado, que creamos para hablar con nuestras personas más queridas: nuestra pareja, nuestros hijos, nuestros padres… Dentro de este grupo hay ciertos apelativos que están estereotipados y que forman parte de una cultura determinada. Por ejemplo, en España es típico que dentro de la pareja nos llamemos cariño. En cambio, en Estados Unidos se utiliza a menudo honey (‘miel’) en esta misma situación. Este ejemplo nos permite comprobar que tales denominaciones son específicas de cada cultura. Pensemos en una serie de televisión. Si en un diálogo entre cónyuges traducimos literalmente honey como ‘miel’, el resultado será ridículo (por lo menos, en mi país).
Pero más allá de estos apelativos típicos y estereotipados, hay todo un mundo en el que se sitúan los que inventamos nosotros mismos dentro de nuestra pareja o de nuestra familia. Son formas que se utilizan principalmente en la intimidad y muchas veces nos avergonzarían si se emplearan en público. Por tanto, no es tan fácil acceder a ellas para estudiarlas, aunque todos las usamos y tenemos experiencia de ellas. Aquí entramos en el terreno de la expresividad afectiva, que es enormemente creativa. Podemos encontrarnos metáforas diversas, como las que asimilan una persona a un animal (tigre, pichón) o a una cosa (terroncito de azúcar, fresita). También son frecuentes las metonimias que resaltan características de la persona (gordi) o partes del cuerpo (naricitas). También se basan en metonimias los hipocorísticos que evocan alguna acción. Por ejemplo, si nos gustaba que nos hicieran cosquillas de pequeños, no será raro que acabemos convertidos en cosquillitas dentro de la familia. Y, naturalmente, estas denominaciones privadas no son ajenas a procedimientos como acortamientos y sufijación afectiva, a los que nos referíamos arriba a propósito de los nombres propios y que han quedado ejemplificados también en este mismo párrafo.
Los hipocorísticos sirven por lo general para reforzar la relación entre personas que se quieren. Forman parte de un lenguaje particular e íntimo que les es propio y que, por eso mismo, las diferencia del resto del mundo. Sin embargo, también se prestan fácilmente a encasillar o resaltar cualidades negativas. Pueden contribuir entonces a dinámicas poco o nada deseables. Un mismo nombre puede ser muestra de cariño o de sentimientos más oscuros. Nos adentramos ahí en el terreno de la intención comunicativa o de la intención en general, con todas sus ramificaciones, lo que en este momento nos llevaría demasiado lejos.